Apuntes sobre Flotar, pude, de Gabriela Ponce

Por: Andrés Cadena

Abrir este libro es hacerle un tajo a la realidad y atender a lo que mana de la desgarradura. Las voces que hablan en cada uno de estos relatos nos hacen sentir que el mundo es eso que llevamos dentro, y que las leyes arbitrarias que le dan continuidad tienen todo menos nombre. En estas páginas hay mujeres que atraviesan y son atravesadas por los deseos y temores más atávicos e irresolubles —por los recuerdos que alimentan su insaciable melancolía, por las despedidas que no acaban de darse—, y la forma en que nos lo cuentan proviene del gesto de la irrupción. 

Como el mar que con los años termina llevándose una casa, como los recuentos de diversas y accidentadas maternidades y orfandades, como una llamada telefónica que anuncia fatalmente que la vida nunca volverá a estar completa… Eso que irrumpe a veces brota de un orificio en la cotidianidad que se va expandiendo, a veces se presenta en la forma de unas palabras maduradas en años o en la fugacidad de un goce inconfesado. Pero invariablemente Flotar, pude nos lo ofrece con la rítmica fluidez de lo bello, con la autenticidad deslumbrante del decir poético, con la urgencia histriónica que anima a todo lo que realmente nos conmueve. 

La irrupción que provoca aquí Gabriela Ponce nos hace ver que el lenguaje que nos conforma no puede, a la vez, dejar de alejarnos del mundo, de su versión descarnada, ahí donde seríamos solamente aquello que sentimos. En lugar de eso, habitamos esa irrupción, ese desfase de emociones que hacen nido en el cuerpo, esa inadecuación insalvable que nos arrebata y moviliza. Esta irrupción impetuosamente estética en la vida (y en la escritura) normada es, así, aquí, un acto literario, pero sobre todo un potente —y hermoso— gesto político de resistencia.

PASAJE GÉNOVA Y RUBIO DE AÉVALO. (LA FLORESTA)